domingo, 24 de mayo de 2009

La perversidad de la mirada

Siempre quisiste llevar a cabo esa pequeña obsesión. Filmarla mientras hacían el amor, descomponer las líneas de su cuerpo en infinitos fragmentos y luego proyectarlos en la pantalla según tu voluntad. Como en Sleep de Andy Warhol, pero sin ser la travesía completa de una noche de sueño. Usando una cámara que atrapara el desplazamiento de la respiración, una cámara ávida que absorbiera la mudanza de los poros.

Saltas dentro de la pantalla y te apoderas de todo lo que encuentras. Necesitas una mujer que sea cien mujeres, imágenes de esa mujer que alumbren como octubre, reflejos en donde te poses en las noches. Ella cubre tus pensamientos como una nube sin fin.

Ella se recuesta y los bordes suaves de su cuerpo quedan subrayados por la luz de la pantalla. Contemplas esa conjunción de cuerpos a tu gusto, ella está desnuda y a la intemperie de tu mirada para examinar sin apuro las tibiezas cóncavas que se abren hasta alcanzar los muslos, más delgados de lo que se ven cuando ella se sienta encima de ti, con sus senderos húmedos, también sumisos al tacto.

Le apartas las piernas con destreza, eso se ve en la imagen, y la acaricias con tu lengua en aquel cuenco ardiente del que jamás se sacia, y aunque la pantalla no delata las fricciones, no puedes contener un suspiro lleno de placer.

Por fin ahora la mujer te pertenece por completo, puedes hacer lo que quieras con sus pezones erectos hasta tatuar en su carne una marca indeleble y luego contemplarla cuando se te dé la gana. Los movimientos en la pantalla irradian una sexualidad primitiva, con un fuerte olor animal. Hay tanto peso de la realidad en la imagen que tus sentidos parecen haberse fugado adentro del mismo video; y si no fuera porque tienes a la mujer atrapada en tu cámara, si no pudieras reproducirla cada vez que se te da la gana en el televisor, quizá no podrías traerla hacia ti, o acercarte a los pliegues de ese cuerpo que te pertenece cada vez más mientras lo oyes respirar infinitamente cuando se aceleran los movimientos.

Luego congelas la imagen y la agrandas para guardarla mil veces multiplicada y tenerla siempre a tu alcance. Te sientes solo en la cabecera de la cama y ante el televisor intentas poseer su imagen de nuevo, reanudando ese performance que sólo tú conoces.

Este aparente juego permite que aflore un nuevo tipo de expresión; miras el video como si se tratara de un montaje escénico que en la sucesión de cuadros por segundo se va perfeccionando en un arte que cada vez se acerca más a la vida cotidiana, donde distingues su carácter imprevisto y no planeado de representación. Bajas el volumen del televisor y sientes como sus gemidos plenos de excitación crean resonancias y tonos que llenan el espacio con su propio espíritu. El resultado de experimentar con esa especie de perfomance arroja elementos no tradicionales que te llevan a querer romper los bordes físicos que no se pueden traspasar, alucinando una poderosa interacción entre ellos.

El efecto de la aceleración de la imagen es perfecto y la irrealidad se despierta en ti; extiendes las manos para tocar a tu mujer aunque sabes que su cuerpo es sólo un dibujo de la luz sin olor ni sabor, y que alguna vez tendrás que contarle todo lo que has hecho con esas imágenes y todo lo que esas imágenes te han hecho. Apagas la cámara, tus dedos están temblando.

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